Las primeras veces suelen ser muy torpes, y esta frase nunca es tan verdadera como cuando hablamos de sexo o de algo que tenga que ver con él. Para ser honesta yo siempre he sido más lenta en todo lo sexual; mientras que todas mis amigas y amigos me platicaban sus encuentros con lujo de detalle, y unas cuantas carcajadas, yo mantenía una distancia sexual muy clara con mi novio de ese entonces.
Pasaron los meses y, más cómoda con mi cuerpo y con mi sexualidad, le dije a mi novio que ya me sentía lista para tener sexo. Lo planeamos (porque me gusta planear todo lo que pueda) y entre más se acercaba el día más volaba mi imaginación.
Fue en su casa, un sábado que sus papás salieron de viaje. En mi mente revoloteaban un sinfín de preguntas, expectativas y escenas eróticas que había visto en películas y series. Estaba nerviosa, claro, y muy emocionada. Me pasé un buen rato arreglándome, echándome porras y respirando profundo. Camino a su casa me sudaban las manos y me latía tanto el corazón que pensé que lo iba a escupir.
Conozco a varias personas que, si les dieran la oportunidad, cambiarían su “primera vez”; la verdad es que ese no es mi caso. Disfruté mucho la primera vez que tuve sexo; me sentí querida, escuchada, en confianza. Pero sí hay algo de esa experiencia que me gustaría cambiar, sobre todo porque es algo que repetí durante un buen tiempo: fingir el orgasmo.
A los 18, la edad que tenía cuando tuve sexo por primera vez, mi deseo estaba más ligado a la percepción y expectativas de mi pareja que las mías. Aunque fue increíble, claro que no fue el mejor sexo de mi vida, y tampoco llegué al orgasmo. Pero cuando mi novio me preguntó “si lo había logrado”, sentí muchísima presión por responderle que sí.
Lo dije porque, en mi poco entendimiento del placer, creía que una relación sexual no era placentera (es más, casi que ni contaba) si no había un clímax, una culminación
intensa y explosiva. Además, pensaba en aquel entonces, decirle la verdad implicaría herir sus sentimientos.
Conforme fui creciendo y experimentando más mi sexualidad caí en la cuenta de que todo eso que pensaba y creía sobre el placer, el sexo y los orgasmos era bastante incorrecto. El goce, el verdadero disfrute, no está ni estará atado a un orgasmo, y tampoco debería ser el centro de todos los encuentros sexuales.
Y llegué a esta conclusión no hace mucho, apenas en 2020; durante el encierro vi que muchísimas personas recomendaban usar juguetes sexuales, así que me quité de prejuicios y decidí comprarme un succionador de clítoris. La primera vez que lo usé quedé, además de muerta de cansancio, sorprendida, y fue un parteaguas en cómo vivía y entendía mi placer sexual.
Me adentré más en la autoerotización, buscando ser más consciente a las respuestas de mi cuerpo, a estar presente en el momento y dejarme sentir sin querer planear o controlar.
Bastante adentrada ya en el mundo del erotismo y liberación sexual, decidí ese mismo año que renunciaba a fingir orgasmos, a fingir mi placer. Ya entendiendo que el orgasmo no es lo más importante, comencé a hablar con mis parejas sexuales de manera más franca, clara y empática; comunicar lo que me gusta y cómo me gusta fue más sencillo de lo que me imaginaba.
Otra cosa que también me ayudó a dejar de fingir mis orgasmos fue colocarme el DIU. Sí, suena raro, lo sé, pero combinar el condón masculino con el DIU me hizo sentir súper protegida de ITS y embarazos no planeados, lo que, a su vez, ayudó a que estuviera más suelta y relajada.
Fingir orgasmos implicaba ignorar mis deseos, negar mi placer y no involucrar a mi pareja en la relación sexual. Ahora asumo mi sexualidad con libertad y responsabilidad; ahora guío sin pena a mis parejas y les pido que hagan exactamente lo mismo conmigo, conozco mucho mejor qué me hace sentir sexy y procuro que mis
relaciones románticas y sexuales sean un espacio seguro para explorar, aprender, reírse y disfrutar.
Los métodos anticonceptivos de largo plazo son un gran elemento para sentirte más libre y segura, así como para disfrutar más.